Nota: este es el artículo número 1000 del blog. Pronto lo celebraremos. Nada de tener que hacer nada especial, ni de acertijos, ni de tener que compartir o dar «me gustas» para entrar en sorteos. Se tratará de un sencillo regalo para ustedes, sin distinción ni elecciones ni azar. Muchas gracias por su apoyo. A los veteranos, por seguir ahí, y a los que acaban de llegar, por haberse animado a seguir el blog. Yo intentaré seguir escribiendo sobre ciencia, humanidades y literatura mientras tenga fuerzas para ello. Muchas gracias.
En esta nueva entrada literaria, quiero ponerme nostálgico, recordando una época en la que un lector y un libro formaban una simbiosis perfecta donde nada ni nadie podía romper la magia que se produce entre el lector y el autor. Y no es que ahora no sea posible algo así. Es posible; pero existe un ruido que antes no existía. Un ruido que se mete y entromete en nuestras vidas, y que distorsiona nuestra realidad constantemente. Me refiero, por supuesto, a Internet.
El otro día estaba dando mi acostumbrado paseo de sábado por la playa, cuando pasaron frente a mí un nutrido grupo de jóvenes adolescentes con sus móviles. El caso es que era un grupo bastante numeroso, y todos tenían algo en común: iban caminando cerca de la arena, con el móvil en mano, mirando atentamente la pantalla, atrapados en el azul de la pantalla brillante. Parecía que estaban encantados por el Señor Oscuro mirando el Palantir, la bola mágica de El Señor de los Anillos donde aparece el Ojo de Sauron y que atrapó al hobbit Pippin.
Como sabrán, eso es peligroso, y se producen accidentes. No por mirar el Palantir claro, sino porque puede aparecer cualquier obstáculo peligroso que produzca aparatosos accidentes. Aunque el mayor accidente es perderse en la pantalla, teniendo la realidad delante de sus ojos.

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