Este nuevo relato de Sandra es, como todos los demás, independiente del resto. Se desarrolla a mediados del siglo XXIV, en el momento más álgido de la guerra entre dos ejércitos divididos por el ecuador de la Tierra. Estas batallas son las que luego, en el siglo XXVII, darán lugar a las «Crónicas de los Einherjar» que se explican en los dos libros de «La insurrección de los Einherjar». Este texto, junto a otros relatos sueltos, forma parte del libro XII de la saga Aesir-Vanir.
Pero si quiere conocer el relato que antecede a este, puede hacerlo en este enlace.
Sandra sigue escondiéndose, y no puede, ni debe, revelar su verdadera identidad. Por ello, debe fingir constantemente, como lleva haciendo desde poco después de ser activada. Debe comportarse de manera natural, y no levantar ninguna sospecha. Es fundamental que no se conozca su origen, su historia, su vida. Eso supondría un riesgo para ella. Y, aunque ella no lo sabe, para el futuro de la especie humana.
Habían pasado dos meses desde que Sandra dejara la factoría de reparación de androides, donde había tenido un, según ella, desafortunado encuentro con el responsable de la misma, Marcus Whitman, que había resultado en la muerte de este. El gobierno de la Coalición del Sur, que englobaba a la gran mayoría de antiguos países africanos, América del Sur, y de Oceanía, entre otros, había lamentado la pérdida de tan competente y capaz súbdito. Y había abierto una investigación. Los especialistas encontraron su cuerpo con dos impactos de proyectil pesado, y habían verificado que, justo antes del ataque, alguien le vio entrar en el taller donde trabajaba Sandra, una empleada de la factoría, experta en robótica y androica. Esa tal Sandra era, pues, un objetivo a investigar de forma inmediata.
La puerta del apartamento de Sandra sonó, y Sandra fue a abrir. Los sistemas de comunicación digitales globales, como Internet o la WDW del siglo XXII, eran cosa del pasado para los ciudadanos, y ahora solo lo usaban los gobiernos, grandes empresas, y algunos funcionarios y empresas. El mundo había vuelto, en muchos aspectos, a las comunicaciones de mediados del siglo XX. Algo que era de ayuda para Sandra, aunque los sistemas de vigilancia seguían activos en forma de cámaras y drones de control.
Tras la puerta, dos individuos: un hombre, y una mujer. Sin decir nada, la mujer le enseñó a Sandra la placa que la identificaba como agente especial de los Servicios de Inteligencia de la Coalición del Sur. Sandra puso cara de circunstancias, y con un gesto les indicó que pasaran, algo que hicieron de inmediato. Negarse suponía el arresto inmediato. Entraron en la pequeña sala casi sin muebles ni decoración, y Sandra les indicó dos sillas. Ella se sentó en una tercera. No era la primera, ni la segunda vez, que Sandra sufría un interrogatorio, cuando el gobierno decidía que la poca privacidad de la vida de un ciudadano terminaba por quedar anulada por completo. Fue el hombre quien habló primero.
—Mi nombre es Daren. Ella es Sarabi, mi compañera en esta investigación. Es usted difícil de localizar. —Sandra arqueó levemente las cejas.
—Pues, por lo que parece, no ha sido demasiado difícil, ya que están ustedes aquí.
—No estamos para bromas —comentó Sarabi.
—Ni yo lo estoy para perder el tiempo con agentes del gobierno —aseguró Sandra—. Desde que tuvimos que evacuar la factoría, he tratado de buscar trabajo. Pero, cada vez que aparece una oferta y decido presentarme, misteriosamente la oferta ya ha sido recientemente ocupada por otro solicitante. —Daren asintió.
—No queremos que se entrometa en ninguna actividad, de ningún tipo. Pero no es nada personal; todos los trabajadores sospechosos del homicidio, o asesinato, de Marcus Whitman, han sido procesados como potenciales inocentes de la muerte del mismo. Y hasta que se demuestre su inocencia, no podrán disponer de un trabajo, ni acceso a servicios médicos o sociales. Y, como sabrá, sigue sin ser nada personal.
—Claro —sonrió Sandra con desdén—. Pero pierden el tiempo conmigo. A mí estuvieron a punto de matarme también. —Fue entonces cuando intervino Sarabi.
—Varios testigos aseguran que Whitman fue a verla. Y el cadáver apareció en su taller, con dos disparos de armas identificadas como las de los guardias que custodiaban el perímetro de la factoría. Luego, podemos deducir, que fue usted la última en ver a Whitman con vida. ¿Qué tiene que decir?
—¿Quieren tomar algo? —Preguntó Sandra—. Tengo ácido sulfúrico de limón, y algunas pastillas de cianuro para acompañar. —Sarabi se levantó, y agarró a Sandra por los brazos. La lanzó contra la pared. Sandra salió despedida, y cayó al suelo. Luego la agente la sujetó de nuevo, y la lanzó contra otra pared. Sandra cayó rompiendo una vieja mesilla de madera. Comentó, tras levantarse lentamente, y con evidentes signos de dolor:
—Vaya, una potenciadora. Hacía tiempo que no me sacudían así. —Los potenciadores eran seres humanos modificados genéticamente, para disponer de una fuerza tres a cinco veces superior a la de un ser humano normal. Lo cual también tenía, como efecto secundario, una alteración del carácter, y un aumento notable de la agresividad. Algo que, para el gobierno, era un efecto secundario realmente beneficioso. Daren comentó:
—Verá, Sandra. Siento la agresividad de mi compañera.
—¿Ahora vamos a jugar al poli malo y poli bueno? —Preguntó Sandra con su mejor gesto de dolor. Daren ignoró el comentario, y continuó.
—Con sarcasmo, y oponiendo resistencia, verbal o física, no conseguirá usted ningún resultado que pueda beneficiarla. Y a Sarabi le encantaría romperle el esternón contra la espalda. Pero no lo hará. Al menos, no de momento. O contesta a nuestras preguntas, o tendrá que acompañarnos.
—Yo no sé qué pasó con Whitman —insistió Sandra—. Se dice que fueron las tropas del Norte quienes le mataron. Ahora dicen que fue un arma de uno de los guardias. Yo no era más que una ingeniera de androides, y no tenía permiso para disponer de un arma en la factoría. No tienen ninguna prueba para detenerme.
—No la necesitamos —afirmó Sarabi—. Sabemos que recibió una comunicación del Gobierno del Norte cuando huía. Una señal que llegó a su comunicador. Nuestro sistema de guía interceptó el código de la señal. Iba dirigido a su receptor. ¿La felicitaban por el asesinato de Whitman? ¿Le dijeron cuánto y cuándo le iban a pagar? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando para el Gobierno del Norte?
—Yo no trabajo para el Gobierno del Norte. Es muy habitual que el Norte se comunique con nuestras frecuencias y códigos, para confundir a las tropas —respondió Sandra—. Eso no demuestra nada. Son solo pruebas vagamente circunstanciales. No tienen nada.
—No importa, están descifrando la señal que usted recibió —aseguró Daren—. En breve se sabrá el contenido del mensaje. Y ahora, dígame: ¿de dónde saca el dinero para pagar este apartamento?
—Mi abuelita me dejó algo de dinero debajo de la cama. —Sarabi extrajo una pistola eléctrica. La iba a aplicar sobre Sandra, cuando Daren levantó la mano. Ella se detuvo con mal gesto. Daren comentó:
—No. Ahora no, Sarabi. la necesitamos viva y consciente. Los de arriba están especialmente motivados con ella. Sospecho que tienen algo importante entre manos. Han pedido que no se la dañe. No demasiado. —Sandra cruzó los brazos, y preguntó:
—¿Esto que me han hecho de lanzarme por el aire es «no dañarme demasiado»? —Daren ignoró de nuevo el comentario, y prosiguió:
—Va a acompañarnos, señorita Kimmel. Va a colaborar. Y le aseguro que no va a tener ganas de bromear. De eso, puede usted estar segura.
Entraron cuatro soldados, que esposaron a Sandra de manos y pies. La subieron en un carro gravitatorio, que cerró un cepo de grafeno alrededor de sus piernas, a la altura de las rodillas. Si intentaba moverse, el cepo se iría cerrando. Si intentaba cualquier gesto de escapar, el cepo le cortaría las piernas.
Subieron a la azotea, y la llevaron en un aerodeslizador al Edificio Central de Inteligencia de la Coalición del Sur en Nairobi. Allí la descargaron, y la llevaron a una sala subterránea, de seis por seis metros, con dos sillas, y una vieja mesa de madera. La soltaron, y los cuatro soldados se fueron.
Allí estuvo un tiempo. Solo apareció alguien un momento, y dejó una botella de agua, un vaso, y unas galletas, sobre una mesa. Sandra bebió el agua, y comió las galletas.
Finalmente, la puerta se abrió. Entraron cuatro soldados fuertemente armados, y un hombre enjuto, de unos sesenta años. El hombre se sentó en la silla. Portaba un viejo portadocumentos, que dejó sobre la mesa. Con un gesto le indicó a Sandra que se sentara. Sandra se colocó con la silla al revés. El hombre le hizo un gesto de desacuerdo. Sandra giró la silla, y la colocó en su posición normal.
—¿Van a aclarar esto de una vez? —Preguntó Sandra. El hombre la miró fríamente.
—No está usted en posición de hacer preguntas, señorita Kimmel.
—No me importa nada de lo que me vaya a decir. Yo no he hecho nada.
—Sí importa. Y mucho. Su vida depende de lo que conteste en este interrogatorio. Y, la verdad, no dispone usted de demasiadas opciones. —Sandra no respondió. Miró a aquel hombre con cara de circunstancias. El hombre prosiguió:
—Me llamo Nkosana Keita. Y usted está aquí por un caso de asesinato.
—Pueden ustedes despedazarme si quieren. Ya se lo he dicho: yo no sé nada de eso.
—Seguro que sí —aseguró Nkosana sonriente.
—Seguro que después de varias horas de tortura les diré lo que quieran.
—Por favor, nosotros no hacemos esas cosas.
—Son… civilizados.
—No. Somos prácticos. La tortura la practican en el Gobierno del Norte. Richard Tsakalidis es un gran aficionado. Pero no funciona.
—Déjese de rodeos. Si tuvieran una sola prueba, una sola certeza, de que yo maté a Whitman, ya estaría muerta. Lo cierto es, se lo repito, que yo no le maté. Huí como los demás. Recibí ese mensaje, es cierto. De un viejo amigo.
—Es más que un amigo. Lo hemos decodificado. Ese alguien que se comunicó con usted, es alguien cercano. —Sandra alzó las cejas sorprendida.
—No me va a decir que es un amante.
—No es un amante, no me tome por estúpido, ni intente reírse de mí. Es alguien de esos bárbaros del Norte.
—Son bárbaros, seguro. Y ustedes no. El Sur es más civilizado —comentó Sandra con ironía. Nkosana continuó, ignorando el comentario.
—La verdad es que, en circunstancias normales, y ante la más mínima sospecha de ser la autora, o cómplice, de la muerte de alguien como Whitman, estaría ya muerta. Pero hay algo más.
—¿Algo más? —Preguntó Sandra extrañada. Si era verdad que sabían que era Richard el origen de la comunicación, ese asunto podría complicarse. ¿Era un farol, o realmente habían decodificado el mensaje?
—Sí. Hay algo más. Muchos más, en realidad. Sabemos quién es usted. O, mejor dicho, lo que es usted.
Sandra se sorprendió, esta vez en serio. Parecía que, a pesar de todo el cuidado que había puesto, Whitman había descubierto su naturaleza real. Y ahora parecía que Whitman había informado a alguien antes de ir a verla. Nkosana continuó:
—Solo queremos información. Tiene usted una oportunidad. Por eso sigue viva.
—¿Información? ¿Qué información quiere? —Nkosana abrió el portadocumentos. Dentro había varios documentos. Extrajo algunos, y les dio la vuelta, mirando hacia Sandra. Luego sacó una foto. También la colocó frente a Sandra.
—Estos documentos son antiguos, como puede ver, pero han sido restaurados. Pertenecen a la Titan Deep Space Company, la empresa de la que Richard Tsakalidis era su presidente, y que fue el núcleo del nuevo ejército del Gobierno del Norte. Están fechados en el año 2153. ¿Los reconoce?
—¿Por qué habría de reconocerlos? —Nkosana golpeó varias veces la foto con un dedo. En un punto concreto.
—Usted, Sandra Kimmel, está en esta foto. —Sandra rió. Nkosana permaneció impasible. Luego Sandra le miró un momento, y contestó:
—Esto de ser agente secreto debe secar el cerebro al parecer. Hace doscientos años de esa imagen. Yo tengo veinticinco años. Y mi ficha de ciudadana indica la fecha de mi nacimiento, dónde nací, mis estudios… Todo.
—Es cierto —confirmó Nkosana. Pero todo es falso. —Sandra cruzó los brazos.
—Primero me acusan de ser la asesina de Whitman. Y ahora me dicen que tengo doscientos años. ¿A qué estamos jugando? ¿Es algún tipo de prueba mental? —Nkosana indicó a los guardias que salieran. Luego respondió:
—Usted es la de la foto. Se borraron todos los archivos originales. Pero hemos hecho una reconstrucción facial tridimensional de su cara, cabeza, y cuerpo, basándonos en la imagen 2D que tenemos aquí. La coincidencia es total. La estructura ósea es exactamente la misma que tiene usted ahora. Exactamente la misma. Con una precisión altísima. Luego, esta mujer es usted.
—Está usted loco.
—Le he dicho que no me tome por estúpido, y no lo volveré a repetir. Las pruebas son irrefutables. Por lo tanto, usted es, tal como ocurre con Richard Tsakalidis, una Genoma 3.
—¿Qué dice? ¿Qué es eso? ¿Qué es una Genoma 3?
Nkosana sacó otro papel. Explicaba que, en el siglo XXII, la tecnología había permitido modificar el ADN de un ser vivo, y convertirlo no en inmortal, pero sí disfrutar de una longevidad de quinientos a setecientos años. Se sabía que Richard Tsakalidis y aquel al que llamaban «Odín», responsables respectivamente del Gobierno del Norte, y la Coalición del Sur, se habían sometido a ese tratamiento, doscientos años atrás. Y, desde hacía doscientos años, libraban una batalla total por el control de la Tierra. También se sabía que Richard Tsakalidis había escondido luego esa tecnología en algún lugar del Sistema Solar.
La conclusión, por lo tanto, era evidente.
—Le diré lo que vamos a hacer, señorita Sandra Kimmel. A usted la llamó ni más ni menos que Richard Tsakalidis. Y, por favor, no trate de negarlo, tenemos la verificación vocal confirmada. La llamada de Richard a usted demuestra que la conoce. Y la conoce muy bien además. Eran socios entonces, hace doscientos años, en Titán. Y el haber sido socios, cercanos, al parecer, infiere que usted puede conocer dónde escondió Richard esa tecnología para aumentar la longevidad humana. —Sandra puso cara de asco.
—¿Socios cercanos? Me entran ganas de vomitar de solo pensarlo.
—Pues vomite. Pero nos va a decir dónde está esa tecnología para crear seres humanos del tipo Genoma 3. Y no saldrá de aquí hasta que nos informe. O hasta que muera. Si no lo sabe, usted ya está muerta. Si lo sabe, cuanto antes nos lo diga, y verifiquemos su existencia, antes saldrá de aquí.
—Claro. En cuanto se lo diga, me volarán la cabeza.
—No. Usted lleva doscientos años viva. Es un ejemplo evidente de los resultados de esa tecnología. Usted evidentemente fue sometida al mismo tratamiento para prolongar la vida. Queremos disponer de usted para ver los efectos acumulados hasta ahora, y ver hasta dónde llega su eficacia. Por eso, la mantendremos con vida. Incluso le permitiremos que vuelva a su vida normal como ingeniera. Con los debidos controles y vigilancia, por supuesto.
—Qué alivio —aseguró Sandra socarronamente—. Ahora, hágame el favor de volver al mundo real, y déjeme salir de aquí. Está usted realmente loco.
Nkosana se levantó sin decir nada. Se fue a la puerta. La abrió, y antes de salir, comentó:
—El lugar donde se encuentra esa tecnología. Eso es todo lo que queremos. Olvidaremos lo de Whitman si nos lo dice. Nos dirá dónde está. Y, si es necesario, cómo opera. Volveré en un par de horas. Piénselo bien en estas dos horas, antes de tomar una decisión equivocada. No queremos matarla, ni podemos matarla, es cierto. Nos interesa demasiado saber dónde está. Pero no saldrá nunca de aquí. Nunca. En los siglos que le queden de vida. No lo olvide. Esta celda será una prisión por, ¿cuánto? ¿Cuatrocientos años? ¿Quinientos?
Nkosana sonrió, y salió cerrando la puerta. Era evidente que la situación se estaba complicando. Y sus posibilidades de salir indemne cada vez menores.
Tras un tiempo, entró un soldado. No parecía estar de muy buen humor. Le habían dado un trabajo poco digno para un soldado de élite.
—¡Vamos! Aquí tienes tu palangana. ¡Haz tus necesidades, que tengo prisa! —Gritó dejando la palangana en la mesa.
—No tengo ganas —respondió Sandra indiferente.
—Llevas aquí mucho tiempo, y no has hecho nada. Así que deja de fastidiarme la noche y date prisa. No puedo dejarte esto aquí.
—¿Piensas que escaparé con la ayuda de una palangana?
—¡Son órdenes! ¡Obedece! —Gritó el soldado—. ¡Obedece, o tendré que obligarte a golpes!
Sandra se levantó. Tomó la palangana de la mesa, y la miró. Luego miró al soldado, y comentó:
—¿Sabes una cosa?
—Tú no haces las preguntas. ¡Vamos! —Sandra sujetó la palangana, y, de pronto, la agarró por un lado, y clavó con todas sus fuerzas el borde en el cuello del soldado. El soldado gritó un instante, pero cayó en medio de un charco de sangre con el cuello parcialmente cortado. Sandra tomó el arma del soldado, que estaba programada para disparar solo si la empuñaba el dueño. Comprobó que el sistema se basaba en un antiguo sistema de reconocimiento por ADN. Sandra generó un patrón del ADN del soldado tras analizar una muestra del mismo, y el arma se activó.
Salió de la pequeña habitación, y disparó a cuatro soldados que custodiaban la puerta contigua antes de que pudieran reaccionar. Uno de ellos había activado la alarma. La zona se llenaría de soldados en un instante. ¿Qué podía hacer?
No podía salir de allí haciéndose pasar por humana. Estaba ni más ni menos que en uno de los edificios más vigilados del mundo, y todos los accesos se habían cerrado automáticamente con la alarma. Tendría que usar sus capacidades como androide de infiltración y combate, que era, al fin y al cabo, lo que ella era, y para lo que había sido diseñada. Tiró el arma, y trepó hasta una rejilla de ventilación. Estaba fuertemente sujeta, pero no contaba con la fuerza de un androide diseñado específicamente para acciones de aquel tipo. Arrancó sin problemas la rejilla, y se introdujo en el conducto.
Un ser humano jamás hubiese entrado, pero Sandra podía adelgazar su cuerpo en un sesenta por ciento, algo que le había sido de mucha ayuda. Claro que su aspecto no era muy humano en esas circunstancias. Pero no quedaba otro remedio. Recordó aquel día en que entró en aquella famosa joyería, en 2056, junto a Alice y Javier. Aquello quedaba muy lejos, y ella era otra.
Pero no era momento de ponerse nostálgica. Se deslizó por el canal de aire, y fue reptando mientras buscaba el mapa del edificio. No lo encontró, así que soltó al dron de su brazo. El dron se movió a gran velocidad, hasta dar con una ruta de escape. Mientras tanto, la vigilancia del edificio la buscaba por todas partes con ayuda de drones. Oía los gritos de los soldados, y sabía que más de uno moriría por haber dejado escapar a una valiosa prisionera.
Sandra llegó a una zona de salida, que conectaba con las alcantarillas. Un dron la localizó, pero su dron lo destruyó con el láser. Ahora sabían dónde estaba. debía darse prisa. Se movió durante unos minutos, hasta estar segura de que se encontraba en una zona alejada. Llegó a la zona de alcantarilla, que probablemente estaban ya rastreando. Pero no contaban con ampliar el perímetro de búsqueda hasta esa distancia. No imaginaban que pudiera moverse tan rápido.
Se deslizó hasta una escalera, y salió a la calle. Era de noche, y verificó que nada ni nadie la veía. Nada excepto las cámaras, cuyo acceso remoto estaba deshabilitado. Podría destruirlas, pero eso llamaría excesivamente la atención. Tendría que arriesgarse a que la reconocieran saliendo de la alcantarilla. Pero, cuando se diesen cuenta, ella ya estaría lejos. Se preguntarían cómo había podido llegar tan lejos en tan poco tiempo. Y cómo había podido huir por un conducto de ventilación tan estrecho. Y llegarían a conclusiones que no le gustaban nada.
Sandra robó un vehículo terrestre aparcado. Había verificado quién era el dueño en la base de datos de la Coalición del Sur, y se identificó con su nombre y datos clave. Eso, afortunadamente, seguía siendo fácil, después de haber aprendido criptografía avanzada muy lejos de la Tierra. Aquellos sistemas de seguridad no eran un reto para ella, pero era por supuesto muy probable que el dueño fuese informado de que su vehículo estaba siendo usado, por lo que tendría que abandonarlo pronto.
Tan pronto como salió de la ciudad, dejó el vehículo, y extrajo su phaser de su otro brazo. Destruyó el vehículo, y lo lanzó por un barranco, a un antiguo canal que hacía décadas no portaba agua.
Había huido. Eso estaba bien. Pero Nkosana pensaba que ella era una humana Genoma 3, que era como llamaban a los humanos modificados con aquella tecnología. Mito, decían unos. Realidad evidente, aseguraban otros. Pero no; no era una Genoma 3. Era un androide. Y la huida de aquel lugar era una prueba evidente. Comprenderían que realmente mató a Whitman, aunque no fue ella directamente, y también comprenderían que no solo había estado con Richard Tsakalidis en 2053, sino que además poseía unas capacidades avanzadas extremadamente importantes para el esfuerzo de guerra de la Coalición del Sur. Cualidades que harían que fuese buscada incesantemente. Era una androide. Y tenían claro que ella sabía dónde estaría la tecnología escondida por Richard Tsakalidis, independientemente de que fuese cierto o no. Un doble premio para la Coalición del Sur.
El resultado: si antes era un objetivo prioritario, ahora era un objetivo primario. Un objetivo cero, como les gustaba llamar a objetivos de primerísimo nivel. Ya no podría hacerse pasar por ciudadana. Tenían demasiados datos de ella, y era muy probable que un cambio de aspecto funcionase un tiempo, pero no para siempre. Sabían de su existencia. Sabían que era un androide. E irían por ella. Lo harían. Y no cejarían en su empeño hasta encontrarla.
Solo quedaba un camino. Una salida. Una oportunidad. Y tendría que tomar la decisión rápidamente. Porque el tiempo, ahora, era, más que nunca, limitado. Y la mitad de un planeta comenzaría su búsqueda. Estaban convencidos de que conocía el lugar donde se escondía una tecnología para prolongar la vida. Y ahora sabían que era una androide. Era evidente, por lo tanto, que la única solución era la que nunca quiso tomar. La más arriesgada.
Iría al Norte. Buscaría ayuda. Le debían algunos favores. No aquellos hombres, o aquellas mujeres, sino descendientes de antiguos amigos. Pero un descendiente no es el amigo al que ayudaste en el pasado. Tendría que arriesgarse.
Robó un aerodeslizador, y puso rumbo al norte, volando por zonas de baja densidad de control aéreo. Ahora la suerte, y su habilidad, eran, ciertamente, sus únicos amigos. Los únicos.
interesante relato
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Muchas gracias. Estoy escribiendo estos relatos para crear un puente entre los hechos de «Las entrañas de Nidavellir» y «La insurrección de los Einherjar». Siempre he pensado que quedaba un vacío demasiado grande entre ambos libros (siglos XXII y XXVII respectivamente) que había que rellenar, aunque sea con relatos de este tipo. Un saludo.
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