Nadie leerá nuestros libros cuando hayamos muerto

Estaba esta mañana pensando en los detalles finales del nuevo artículo que preparo para el blog, y que incorpora un vídeo que estoy terminando, cuando de pronto suena el aviso de un correo nuevo. Recibo bastantes al día, así que uno más no es más que una cuestión de prestarle tres segundos de atención. Quién sabe; quizás sea alguien anónimo que me ha dejado su fortuna para que pueda seguir escribiendo sin cortapisas ni estrecheces. O quizás sea el FBI, que piensa arrestarme por aquellos cuadros que robé de aquel museo en Los Ángeles. Juro que no fui yo, señor juez, fue mi vecino. O quizás podría ser un recuerdo del pasado, que acude cuando menos se le espera.

Pero no; es de una web de literatura. Hace unos tres años les mandé un texto, un pequeño relato que había escrito, y que envié por si fuese de su interés publicar. Como ocurre siempre, no obtuve respuesta. Ahora, sin embargo, tras tres años, me llega un correo de ellos, diciéndome que lo van a publicar. Tres años. 

Y lo he leído. Es un texto que escribí cuando todavía estaba sumergido en los mares de Facebook, en varios grupos de literatura, y veía cada día a cientos de escritores tratando de que alguien se fijara en su último relato, en su última novela, en su última poesía. En su último grito de desesperado para que alguien escuche su palabra. Tengo algún texto con la misma temática más reciente. Pero este nació directamente por la influencia de ese caos de Facebook.

Aquello me inspiró para escribir este texto. Una simple reflexión, que he pensado en rescatar, por una vez, porque ya me libré de Facebook y de aquella locura. Ahora sigo estando loco, pero comparto conmigo a solas, y en este blog, ese mal que tanto miedo da, y que tanto nos da como escritores.

Así que ahí va, por si quiere usted leerlo. Lo rescato de nuevo. Para todos ustedes. Y para todos esos escritores y escritoras de Facebook, que probablemente sigan soñando con la libertad de las letras reconocidas por sus semejantes. Ahí va.

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Eras joven. Tenías sueños. Esperanzas. Ilusiones. Habías comenzado a leer libros a edad muy temprana, animado por unos padres lectores, que te enseñaron que leer era el camino más corto para alcanzar los lugares más lejanos del universo, y los más profundos de la mente y el corazón. Y comenzaste a escribir con tan solo doce años tus primeros cuentos, tus primeras historias, tus primeros sueños.

Pasaron los años y algunos segundos o terceros premios en el colegio y en los estudios secundarios, luego incluso algún primer premio, cuando escribiste tu primera novela corta. Con diecisiete años, y el corazón vibrando como las alas de una mariposa, llevaste tu novela hasta los ojos y las almas de tus padres, de tus tíos, de tus amigos.

Todos te contaron maravillas. Te dijeron que aquello debía ser publicado. Que había que mandarlo a una editorial. Que se podría hacer una película maravillosa con aquella historia. Que tu trabajo era genial. Y que eras grande entre las grandes. Que tu historia derramaba sentimientos y amor, compasión y piedad, ternura y dulzura, dolor y quebranto, y una enorme cascada de sensibilidad. Que eras la ninfa Calipso enamorada de un Odiseo llamado literatura de ficción, y que aquel amor sería eterno e irrompible. Ni el tiempo ni el espacio podrían quebrar aquel sueño. Escribiste un par de novelas, y los ánimos y sonrisas volvieron. Aunque notaste algo raro; esta vez, no todo era tanto entusiasmo. Cada nueva novela captaba menos la atención que la anterior, y algunos parecían desentenderse de tu magna obra. Es el cansancio, dijiste. Es que no entienden, señalaste.

Luego, como ocurrió con la ninfa, llegaron las primeras decepciones. La primera editorial te mandó un escrito de vuelta, agradeciéndote el texto, pero indicando que no entraba dentro de los parámetros de su línea editorial. Otras editoriales nunca contestaron. Y tú sentiste tu primer vacío en el corazón. Odiseo recordaba a Penélope, y tú eras Calipso, sola en la isla de un amor que comenzaba a convertirse en algo muy distinto.

Luego llegó Internet, y todo aquello fue una revolución. Organizaste un blog, mostraste tu obra en ciento y mil webs del Facebook, gritaste a los cuatro vientos del Twitter la maravilla de tu existencia literaria, y cantaste a todos las maravillas de una obra nueva, distinta, diferente, llena de emoción y de esperanza.

Y con ello, llegó el silencio. Y la paradoja de encontrarte que, lejos de estar sola, eran miles, muchos miles, las almas que, como tú, habían vivido una vida en paralelo. Eran miles los que habían caminado tu camino, eran miles los que habían soñado tu sueño, y eran miles los que buscaban mostrar al mundo que, por fin, una nueva forma de literatura había llegado. Pero todo fue, de nuevo, silencio. Algún comentario, alguna palabra de ánimo, y luego, de nuevo, silencio.

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Escribiste algunas novelas más, casi por inercia, mientras los años pasaban, y la desesperanza crecía. Poco a poco dejaste de publicitar tus obras, dejaste de creer en tus sueños, dejaste de ignorar el silencio, porque el silencio ya no estaba a tu alrededor; al contrario, había pasado a formar parte de  tu vida. El silencio de aquellas páginas, de aquellos personajes, de aquellas risas, de aquellos misterios, que con tanto ahínco habías desarrollado en las cientos de páginas de tus libros, se volvían polvo y viento, llanto y tristeza, dolor y miedo. Miedo a tener miedo de haber perdido aquel sueño.

Luego te retiraste, porque la vida manda, y hay que trabajar, hay que llevar adelante la familia, y hay que ocuparse de los sueños de otros que han venido tras de ti, y que esperan que les enseñes a amar la literatura, como te enseñaron a ti.

Pasados los años, dejaste este mundo, y el tiempo anegó aquellos sueños, y aquellas novelas maravillosas duermen aquella utopía eterna contigo, en algún disco duro, en alguna web perdida, en algún cementerio de sueños.

El viento sopla de nuevo entre los recuerdos que dejaste, como gotas húmedas en forma de lágrimas por tus anhelos convertidos en palabras, y luego en frustración, y luego en rabia, y luego, por fin, en silencio. Han pasado treinta años desde que dejaste el mundo de los sueños, y te convertiste tú misma en sueño.

Hasta que un día, en algún lugar, alguien, por casualidad, encuentra una de aquellas novelas, la abre, y la lee. Luego la cierra, sonríe, y piensa: «fue una buena novela». Quizás podría gustar a una editorial.

Quizás podría…


 

Autor: Fenrir

Amateur writer, I like aviation, movies, beer, and a good talk about anything that concerns the human being. Current status: Deceased.

2 opiniones en “Nadie leerá nuestros libros cuando hayamos muerto”

  1. Quizá podría indicar que fue una melancolía pragmática, una ficción en círculo, sencilla, no quisiera decir que fue reflexiva, porque no lo es, solo significan los hechos en explícito, para contarlos, para admitir y para leerlos en pleno R.E.M. y quizá después de muertos…

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    1. Hola, es quizás un corolario a lo que significa el sentido que podemos dar a nuestras vidas con nuestras obras; ellas nos sobreviven, pero queda por ver que las obras sobrevivan al tiempo lo suficiente como para hacernos algo más que mortales, y algo menos que inmortales. Gracias por comentar.

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