Nuevo fragmento de “La leyenda de Darwan IV: Idafeld”, Libro XV y último de la saga Aesir-Vanir. El fragmento anterior puede leerse en este enlace.
En la trilogía de La leyenda de Darwan se explica que la mente de Helen, conocida con el sobrenombre de «Freyja», fue manipulada por los Xarwen, la especie con la que colabora la humanidad, para desarrollar capacidades mentales avanzadas. Esto dota a Helen, y a otros, de habilidades inéditas mentales en los seres humanos. Tras haber sido capturada y torturada por los LauKlars, los Xarwen realizan una segunda modificación todavía más poderosa, que le da a Helen unas capacidades impresionantes para un ser humano, pero también enormes problemas de concentración, dolores, y desequilibrios.
Este fragmento conecta con el libro «Las entrañas de Nidavellir I: La nave» donde Sandra se encuentra en una situación muy compleja, al haber sido forzada a actuar en una guerra porque es la única forma de proteger la Tierra. Esa ambivalencia destrucción-salvación generará en ella un conflicto creciente que acabará por bloquearla por completo. Helen deberá reactivarla y solventar el problema, restaurando así el futuro a partir del pasado.
En su llegada a Titán, y una vez repuesta de aquellos problemas, la mente de Helen será fundamental para liberar a Sandra y escapar con destino a la Tierra. Unos soldados cercanos a donde se encuentra Sandra hablan de Zeus, que es la forma despectiva de nombrar a Richard Tsakalidis, responsable de las instalaciones…
Titán, luna de Saturno. Siglo XXII. Año 2153.
La noche llegó a la base Christiaan Huygens, Aunque en realidad, el concepto de noche era complicado de definir en aquella superficie. Titán era un satélite que giraba alrededor de Saturno, cuya luz reflejada apenas iluminaba la densa atmósfera, superior en presión a la de la Tierra. Por otro lado, el lejano Sol solo era una pálida sombra del que podía disfrutarse en la Tierra, por lo que la base científica y militar operaba en un ciclo artificial de veinticuatro horas para compatibilizar los biorritmos de sus habitantes a la Tierra. Nartam, la poderosa rebelde que había organizado una guerra, y quien había contratado a Sandra en Marte para que la ayudara en dicha guerra, se reía de ello, y lo veía como un claro signo de una especie primitiva, añorando su planeta original y modelos de conducta propios de animales inferiores.
La base Christiaan Huygens también era el lugar donde Sandra tenía su centro de operaciones en la brutal guerra donde actuaba como primera oficial al mando de una flota combinada de navíos estelares de distintos mundos. Y era el lugar que había visto cómo Sandra caía definitivamente por efecto de un bucle infinito, que la había colapsado, hasta causarle lo que se podría considerarse como algo parecido a una muerte cerebral en un ser humano. Seguía activa. Pero nadie apostaba ya nada por ella. Solo quedaba desmantelarla, y terminar con su historia para siempre.
Sandra se encontraba sobre una camilla, en el depósito de cadáveres. Un grupo de cámaras y drones vigilaban el área, junto a seis soldados que vigilaban fuera, y otros cuatro dentro. Richard Tsakalidis, el jefe de la base, al que llamaban despectivamente con el nombre de Zeus, y socio en la guerra con Nartam, había ordenado doblar la seguridad tras los fallos e infiltraciones recientes. Nadie podía acercarse a menos de veinte metros de la puerta, y quien lo hiciese sería inmediatamente abatido, sin mediar palabra.
Uno de los guardias se dirigió al de al lado.
—Es estúpida tanta vigilancia. ¿Quién va a venir aquí?
—¿No te has enterado, estúpido? Ha habido una brecha de seguridad. Zeus está nervioso. Y cuando Zeus está nervioso, empieza a morir gente. Así que deja de hacer comentarios sin sentido.
De pronto, se oyó un ruido seco. Como una corriente de viento, y algo que caía.
—¿Qué es eso? —preguntó el primero.
—No lo sé, ni me importa. A mí no me pagan por investigar ruidos. Solo por agujerear cabezas.
El primero iba a contestar, cuando vieron a alguien acercarse. Se trataba de Helen. Había caído desde un metro de altura, y se había recuperado del viaje durante dos minutos. Se sentía rara. También extrañamente poderosa. El viaje en el tiempo era como una inyección de adrenalina, acompañada de un fuerte dolor, pero pasajero.
Los dos guardias se quedaron helados, antes de levantar sus armas hacia ella. Apuntaron directamente a su cabeza.
—Deténgase, señorita, o tendremos que disparar —ordenó uno de ellos. Ella sonrió.
—¿Qué tal, chicos? —preguntó Helen ignorando la advertencia—. He venido por Sandra. Y no creáis que me entusiasma la idea, pero un viejo amigo con una naturaleza compleja, y algo neurótica, me ha pedido un favor, y es muy cabezota y persuasivo cuando quiere algo. Así que he tenido que acceder. Tengo prisa, pero os lo advertiré una sola vez, porque quiero jugar limpio: apartaos, o tendré que dejaros fuera de juego. Pero preferiría que me ayudarais. Al fin y al cabo, sois humanos, no un par de estúpidas gallinas gigantes.
—Da la alarma —ordenó uno de los soldados, mientras otros se acercaban.
—No funciona.
—¡Pero si no has pulsado el maldito interruptor!
—¡Sí lo he hecho! —exclamó el soldado.
—¡No lo has hecho! ¡Ya lo hago yo! —Pasaron unos segundos. El soldado que no había pulsado la alarma le preguntó al otro:
—¿A qué esperas para pulsar la alarma?
—¡Ya la he pulsado, idiota, no sabes ni apretar un botón!
—¡No has pulsado nada! ¡Las alarmas no funcionan tampoco! ¡Ni los drones de vigilancia!
—¿Me estás diciendo que estoy mintiendo?
—¡Chicos, chicos, dejadlo! —exclamó Helen—. Veo que las cosas por aquí siguen siendo igual que siempre. Vamos, a dormir todos, que es tarde.
Todos los soldados se miraron, y, de pronto, se colocaron de rodillas, y luego se estiraron sobre el suelo. Quedaron profundamente dormidos, con sus armas aún en sus manos.
Helen entró en el depósito, y se acercó a Sandra, que continuaba con aquel extraño gesto en su rostro, indicativo de que era una máquina. Los soldados del interior estaban también tumbados en el suelo. Susurró:
—Qué mona es la nena, si parece una muñeca, tal como me dijeron. Pero esa cara te delata. Vamos a ver si lo arreglamos.
Del bolsillo trasero del pantalón extrajo el aparato que le diese Scott. Una cinta de un material negro, que comenzó a inflarse lentamente. Disponía de una pequeña estructura de un metal también negro en un lado, con una pequeña luz azul en un lado. Cuando la cinta se hubo inflado completamente, la acercó al centro de datos y control de Sandra, que estaba situado en la zona que correspondería al vientre de un humano. La superficie de aquella cinta traspasó limpiamente la zona exterior de la piel sintética de Sandra, y siguió hasta rodear completamente el procesador central del androide. La luz azul se transformó en un tono rojizo primero, y luego verdoso.
—Muy bien, y ahora, vamos a ver en qué lío te has metido…
Helen colocó los dedos sobre la cinta inflada sobre el vientre de Sandra tal como Scott le había indicado, y cerró los ojos. En su mente, pudo ver toda la programación de Sandra, sus sistemas, sus procesos, y sus recuerdos. Se sorprendió cuando vio la imagen de Pavlov, nítida y clara, como un recuerdo fundamental del androide. Pero en ese momento no podía entretenerse con ese detalle. Debía terminar el proceso, y salir de allí. Finalmente el instrumento reequilibró el proceso que había causado el caos en Sandra.
Al cabo de dos minutos, el proceso acabó. El sistema de Sandra había sufrido un gran stress, pero Helen había llegado a tiempo. Sandra empezó a temblar sobre la camilla y a sufrir algunos espasmos, y luego cerró los ojos primero, y los fue reabriendo después. Poco a poco fue recuperando su rostro habitual. Su extraña mueca desapareció, y los ojos volvieron lentamente a moverse de una forma tan realista que sorprendió a Helen.
Sandra giró lentamente la cabeza, y miró aquella misteriosa extraña, que la miraba complacida. Por fin, consiguió decir algo.
—¿Quién… Quién eres?… Lo que has hecho es…
—¿Increíble?
—Físicamente, se supone que no es posible que lo que ha sucedido, haya sucedido realmente. —Helen sonrió levemente, y asintió, antes de responder:
—Me parece que tu concepto de lo que es posible y no es posible es muy limitado. El universo no es tan cerrado como creemos. En todo caso, no ha sido tan difícil.
—¿Difícil? Has violado todas las leyes de la física. ¿Cómo…? ¿Eres… Alguna diosa o algo así?—Helen rió.
—No, por favor, una diosa no. Cualquier cosa menos una diosa, estoy cansada de ese papel. Deja de hablar, y descansa. Todo tiene una explicación. La sabrás en su momento. Pero has de recuperarte primero.
—Me has salvado la vida. Estaba metida en un extraño sueño. O mejor, una pesadilla interminable.
—Sí —confirmó Helen—. Tardarás unos minutos en recuperarte, pero hemos tenido suerte. He llegado justo a tiempo.
—¿Seguimos en la base Christiaan Huygens de Titán?
—Sí, pero tendremos que salir deprisa. Porque en unos diez a doce minutos van a comprobar que los soldados que te vigilaban están inconscientes, y vamos a tener a toda la base detrás nuestro.
Sandra se levantó ligeramente de la camilla, sujeta por los codos. Luego se incorporó, y bajó los pies. Los movió, y también las manos. Sus sistemas estaban recuperándose a un buen ritmo. Miró a aquella mujer, y preguntó:
—¿Quién eres? Me suena tu cara…
—Me llamo Helen. Y no soy de por aquí, o mejor dicho, de por este tiempo, puedes estar segura de eso. —Sandra enarcó las cejas en un gesto de sorpresa.
—¡Helen! ¡Es cierto! Estás cambiada, pero eres la mujer que vi muerta en aquella sala, en 2053, con Pavlov. ¿Cómo…? Cómo es posible?
—¿Muerta? Eso es lo que yo quisiera: morir. Pero no hay manera, y mira que lo intento. Pero es como un novio pesado que nunca te puedes quitar del todo de encima.
—No has contestado a mi pregunta.
—¿Siempre haces tantas preguntas? Te lo contaré: fui a un concierto, y me morí de aburrimiento. Pero ya estoy mejor, ¿lo ves? Ahora te diré lo que vamos a hacer, guapita: vamos a salir de aquí rápidamente, o esos bestias nos convertirán en polvo espacial. ¿Puedes moverte bien?
—Sí. ¿Te han regenerado de alguna forma?
—No, al menos no aquí, ni ahora. La Operación Fólkvangr terminó bien, o quizás sería mejor decir que de la peor forma posible, pero esa es una historia para otro momento.
—¿Qué quieres decir?
—Qué encantadora es, no para de preguntar. Ya me lo advirtió él.
—¿Quién?
— Tenemos que irnos, Sandra.
—¡Contesta!
—Vaya, cómo se sulfura, la Gran Venerada tiene mal genio. Mira Sandra, te contaré lo que pueda, pero ahora tienes que mover tu precioso y venerado culo fuera de esta base conmigo, porque se van a complicar las cosas.
—¿Y cómo vamos a salir?
—Tengo que terminar de reparar tu sistema. Lo que he hecho es arreglar el desequilibrio temporalmente, pero puede producirse otra vez. Para un ajuste más fino, necesito más tiempo. Y tendremos que hacerlo fuera. Así que nos vamos en la nave.
—¿En la nave? ¿Tienes una nave cerca?
—No, me refiero a la nave que encontraron en Titán, y que está en la sala inferior. —Sandra alzó las cejas en un claro gesto de sorpresa.
—¡Vaya, esa maldita nave! Llevo intentando acceder a ella desde que llegué aquí, y cada uno me cuenta una mentira distinta. ¿Vas a ser tú la que me diga qué es esa nave? ¿O me vas a venir con otro cuento también?
—Sandra, no puedo contarte nada. De hecho, cuanto menos sepas de mí, mejor.
—De acuerdo. Pero sabes qué es esa nave. La historia real, me refiero.
—Sí, lo sé todo de esa nave. Yo tengo una igual, aunque la mía mide más de diez kilómetros de longitud y puede destruir un sistema estelar con su armamento estándar. Pero ahora vamos a centrarnos en el presente, que preguntas más que mi madre, guapita.
Sandra ignoró el comentario, aunque lo de guapita no le gustó nada. Comentó:
—Quieres que vayamos en esa nave, y tienes un gran interés en que me vaya contigo, por alguna razón que no me puedes explicar.
—Exactamente. Anda, muévete, y salgamos de aquí ya de una maldita vez. —Sandra sonrió, y dijo:
—Perfecto. Pues yo no me muevo de aquí. En todo caso, no me buscan a mí, sino a ti. Eres tú la que se ha colado en la base. Puedes irte. Muchas gracias por todo, pásame la factura cuando quieras. —Helen suspiró.
—Además eres sarcástica, como me lo advirtió él.
—¿Quién te ha advertido sobre mí?
—No importa. Escucha, no he recorrido cuatro mil millones de años para empezar a discutir con una máquina cabezota y tozuda. Así que lo diré por última vez: levántate ya de la camilla, y vamos ya. O tendré que darte una azotaina.
—Has dicho “cuatro mil millones de años”, no “cuatro mil millones de años luz”.
—Eres muy perspicaz. Ahora, muévete.
—Ni hablar. Disfruta de tu estancia en Titán. Si vas al restaurante, te aconsejo el estofado, tiene mucho éxito entre el personal de la base.
—¡Maldita máquina! ¡Eres igual que tu padre!
—¿Conociste a mi padre? ¿A Vasyl?
—¿Que si lo conocí? Nunca en un millón de años podría encontrar a un hombre tan cabezota, testarudo, insoportable, engreído, e inestable como él. Pero eso es todo lo que te voy a decir. Tenemos que salir de aquí, pero no puedo obligarte por la fuerza. Tienes que venir conmigo por tu propia voluntad. Si no, te aseguro que te daría una coz que te convertiría en otro satélite de Saturno, Gran Venerada. —Sandra hizo caso omiso del aviso, y respondió:
—Mala suerte, Helen. Qué le vamos a hacer. Dime qué es esa nave. E iré contigo.
—Y yo te propongo otra cosa: te lo cuento camino de la nave. ¿Estás de acuerdo?
—Me parece un trato justo.
—¿Justo? Justa es la patada que te voy a dar en el trasero si no empiezas a moverte ya. ¡Maldita máquina cabezota!
Sandra se levantó, y ambas salieron del depósito, caminando con precaución. Helen tenía memorizado el mapa de la base, y los sistemas de control. Para ella no era ningún problema controlarlos, ni tampoco los sistemas de seguridad, algo que sorprendió enormemente a Sandra. Pero no podía actuar contra seres orgánicos si no era en defensa propia. Y las fuerzas de seguridad ya estaban en camino. Mientras caminaban, Helen susurró:
—Está bien, cabezota. Te diré que esa nave debe ser destruida. Al llegar a la Tierra.
—¿Destruida?
—Sí. Esas son las instrucciones que me han dado. Al parecer esta nave usa un principio de vuelo que es inestable. Debe ser eliminada.
—¿Quiénes te han dado instrucciones?
—Luego te cuento más. Yo he cumplido mi parte. Estamos llegando a la sala de la nave. ¡Vamos ya, o esos guardias nos van a convertir en ceniza!
Sandra extrajo su cañón de su brazo. Helen lo vio, y le hizo un gesto con la mano arriba y abajo.
—¡Nada de cañones! —susurró Helen—. Si lo activas, lo detectarán inmediatamente. Ya llevo yo un arma indetectable.
—¿En qué consiste? —preguntó Sandra interesada—. ¿Cómo es que no pueden detectarla?
—¿Dejarás de hacer preguntas en algún momento?
—No.
—Lo suponía. Dispongo de tecnología mucho más avanzada de la que podáis tener aquí. No te preocupes, les llevo mucha ventaja. Y deja de preguntar, pareces una cría mimada. Tienes que dar ejemplo, oh, gran Venerada.
—¡Yo no soy una cría mimada, pero tú pareces mi madre!
Helen hizo caso omiso del comentario sarcástico, mientras caminaban lentamente por los pasillos. Helen abrió una trampilla que estaba bloqueada, pero que quedó suelta mediante la acción de un instrumento. Sandra entendió que la tecnología que incorporaba Helen era sin duda extremadamente avanzada, pero también era evidente que la estaba ayudando y parecía sincera. Y, lo más importante, había conocido a Vasyl.
Pero ¿cuándo? Vasyl había muerto hacía cien años. ¿Era esa la mujer del siglo XXI que vio en aquella caja, y se había mantenido joven de alguna forma? ¿O era, como parecía, de algún futuro remoto? Y si era así, ¿cómo había conocido a Vasyl? Demasiadas preguntas que no tenían respuesta. Y Helen sabía que, cuanto menos supiera, mejor. Pero aquella máquina con forma de joven mujer de algo más de veinte años era tremendamente persuasiva. Y parecía asombrosamente humana. Demasiado humana. Sandra era un androide. Pero de ningún modo era un androide estándar.
Bajaron por la trampilla, y caminaron por un pasillo estrecho de servicio. Luego, llegaron a una sala anexa a la nave. Sandra comentó:
—Al final va a ser cierto que eres una diosa.
—Y dale, qué pesada eres, Sandra. Los dioses no se molestan en rescatar a androides, están muy ocupados en crear mitologías absurdas. Por otro lado, me da igual lo que creas, lo importante para mí es sacarte de aquí sana y salva en la nave. Se lo prometí a él.
—¿A Vasyl? —Helen miró hacia arriba e hizo un gesto de rendición con las manos mientras resoplaba. Al fin contestó:
—Sí, se lo prometí a Vasyl. También le prometí que no te hablaría de él. Me va a matar.
—¿Cómo está? ¿Está bien?
—¿Qué si está bien? Está como siempre, volviéndome loca, a mí y a todos. Pero Le Brun le tiene bien sujeto, afortunadamente.
–¿Le Brun? ¿Te refieres a Yolande Le Brun? ¿Cómo pueden estar juntos? —Helen se detuvo un momento, y comprendió que estaba hablando mucho más de lo necesario. Contestó:
—¡Porque el amor obra milagros! Venga, vamos a subirnos a ese trasto y a marcharnos, y espero que no explote. Esta nave es un prototipo. El reactor es inestable. Por eso acabó en el subsuelo de Titán. Pero ya te lo contaré luego. Sube, coloca el respaldo en posición vertical, y ponte el cinturón.
Después de un enfrentamiento mental momentáneo con Nartam, una entidad tremendamente poderosa que a punto estuvo de matar a Helen, y que Sandra solucionó, esta vez sí, con su cañón, ambas llegaron a aquella extraña nave de la que Scott le hablara, y que no parecía disponer de puertas. Scott le había dado los datos de esa nave, que él mismo había diseñado, y que se basaba en el mismo principio de las naves que ellos habían estado ocupando durante las dos guerras contra los LauKlars.
De pronto, al aproximarse, la puerta de la nave se abrió automáticamente.
—¿Cómo lo has hecho? —Preguntó Sandra—. No parecía haber forma de entrar.
—Está programada para reaccionar ante el ADN humano, y, aunque te cueste creerlo, ante tu presencia —respondió Helen.
—¿Ante mi presencia? Aquí hay más de lo que me has contado.
—Naturalmente. No puedes dejar todas las sorpresas para la primera media hora, el espectador pierde el interés. Tienes que guardarte lo mejor y emocionante para el final.
—Esto no es una película o una novela, Helen, esto es real, pero ya hablaremos. La verdad es que estás llena de sorpresas.
—Ya lo creo, y cuando veas el número de la chistera y el conejo vas a alucinar.
Helen se sentó, en un lado, junto a Sandra que se colocó a su izquierda. La nave no parecía disponer de instrumentos, ni pantallas convencionales.
—Entonces, ¿esta nave es humana?
—Sí, y no —contestó Helen.
—¿Siempre eres tan didáctica?
—No, a veces lo soy menos. —Helen cerró los ojos, y la nave se activó.
—Control mental —adivinó Sandra—. Lo intentaron, pero fue inútil… Claro… Tu mente.
—Eso es, preciosa —contestó Helen—. Está calibrada para mi mente y tu cerebro cuántico.
Aquella extraña nave, que en realidad era un diseño de Scott en forma de prototipo, partió desde Titán. El principio de vuelo era el mismo que el que usaban las naves de Helen, pero su motor era primitivo, y bastante inestable. Scott se lo había advertido, y le había advertido que debía indicarle a Sandra que la destruyese. Pero ella no lo haría. Eso tendría importantes consecuencias en aquel pasado. Y así debía ser, si querían que el futuro fuese el adecuado. Y el único.
—Tenemos compañía —comentó Helen, mientras varios cruceros de combate se acercaban a la nave a toda velocidad.
—¿Qué armamento incorpora esta nave? —preguntó Sandra.
—Ninguno. Esta nave, como ya te he dicho, es un prototipo. Nunca se diseñó con armamento. Pero no lo necesita.
—¿Ah, no?
—No, porque esta nave es un prototipo de algo que deja a esas naves como viejos carros de caballo medievales.
De pronto, Sandra no pudo ni llegar a imaginar lo que ocurrió; todo lo que podía verse a través del ventanal desapareció: estrellas, el satélite Titán, Saturno, las naves enemigas que estaban a punto de darles caza… Era como si hubiesen abierto una puerta en medio de la nada, y hubiesen pasado a su interior. Al cabo de unos segundos, todo volvió a la normalidad. Pero no era nada normal. La Tierra estaba frente a ellas, a unos cientos de kilómetros de distancia. Sandra no podía creerlo; habían recorrido la distancia entre Saturno y la Tierra en un instante. Helen no parecía sorprendida. Susurró sonriente:
—Ya estamos en casa. ¡Hogar, dulce hogar!
El descanso de la guerrera
Helen dirigió la nave hacia una zona poco poblada de Nueva Zelanda, y se aproximó a la ciudad de Dunedin. Siguiendo las instrucciones de Sandra, la nave se posó en un aeroparking del que ésta tenía tarjeta de estacionamiento. La nave no era nada convencional en su diseño, pero era costumbre personalizar los transportes hasta hacerlos irreconocibles, por lo que aquella nave pasaba como una más. Fue en ese momento cuando Sandra se dio cuenta de otra cosa: el aparato no emitía sonido alguno, ni siquiera un zumbido. Nada. Finalmente, comentó, mientras Helen colocaba la nave en la plaza de Sandra:
—No hace nada de ruido. ¿Cómo es posible?
—Sí lo hace —repuso Helen—. Pero no puedes oírlo; escapa por una zona que no puedes ni imaginar.
—Ni creer, supongo.
—Probablemente. Pero ese será tu problema, no el mío. Yo no estoy aquí por gusto, guapita. Pero era importante arreglar tu estropicio y sacarte de ese agujero, y nadie más podía venir excepto yo. Siempre me toca ir a buscar el hielo en las fiestas. —Sandra no pareció muy convencida.
—Entonces, ¿has venido del futuro?
—Desde tu punto de vista lineal y limitado, se puede decir que sí. Pero eso es solo una ilusión, en realidad. Yo no vengo del futuro, Sandra. Eso es imposible. Yo estoy aquí, porque esto ya ha ocurrido. Pasado, presente, y futuro, son solo palabras. Todo cuanto ha sucedido, y todo lo que va a suceder, son solo puntos en una línea del universo. Como me dijo alguien una vez: “nosotros solo nos dedicamos a representar una obra que fue escrita antes de que el propio tiempo existiera. Y caminamos con temor por esa línea infinita, hasta la eternidad”.
—Qué poético.
—Solo estoy reproduciendo la frase de un viejo amigo. El que me convenció para que viniera aquí.
—¿No fue Vasyl?
—No. Vasyl es un pesado, y no tiene nada de poeta, aunque eso ya lo sabes. Tiene más de un guardián, aunque te cueste creerlo. El que me pidió que viniera aquí es un neurótico misterioso que siempre retuerce las frases hasta el infinito. Pero es igual, ya estoy volviendo a hablar demasiado.
Sandra y Helen salieron de la nave, y alquilaron un aerodeslizador. Ambas volaron hasta el bar de Peter en San Francisco. Y ambas se dirigieron al bar, donde entraron, consiguiendo que los clientes se girasen al verlas. Sandra saludó una vez más, como hacía siempre, y ellos la saludaron. Helen se limitó a sonreír.
—¡Sandra! ¿Qué haces en San Francisco? Te creía en Titán —Preguntó Peter extrañado, pero feliz de verla.
—Ya lo ves, Peter. Un día estás a mil seiscientos millones de kilómetros de casa, y al día siguiente estás de vuelta.
—Pero es imposible que hayas vuelto tan rápidamente. ¿Cómo lo has conseguido? —Sandra asintió levemente, y le contestó:
—Es cierto, ya te lo contaré. Ahora por favor ponme una cerveza, y otra para mi amiga. —Peter miró sonriente a Helen, y la saludó.
—¡Hola, señorita! Creo que no nos conocemos. Yo soy Peter, el camarero del mejor bar de San Francisco. —Helen se divirtió con la expresión de Peter. Era el tercer androide que conocía, tras su asistente personal, y la propia Sandra. a Mickey no lo consideraba un androide, sino una simple herramienta de trabajo.
—Uy, qué androide más guapo tenemos aquí, ¿son todos así? —comentó Helen dirigiéndose a Sandra, y mientras ambas se sentaban en los taburetes de la barra. Helen se sentó en el mismo en el que Sandra vio a Pavlov por primera vez, en aquel lejano 2053. Aquello le produjo una extraña sensación.
—Helen, por favor, recuerda que yo también soy un androide —le respondió Sandra malhumorada—. No hables de Peter como si no estuviese delante. Es un individuo, no un mueble. Tiene sentimientos. Y, aunque no lo parezca, es muy sensible. Y a veces le da demasiadas vueltas a las cosas.
—¡Porque pienso mucho en ti! —respondió Peter.
—¡Vaya, qué susceptibles son estos robotitos! —exclamó Helen riendo.
—No somos robots —negó Sandra. —Peter añadió:
—No le hagas caso, Helen, Sandra es una cascarrabias, lo ha heredado de Pavlov. El viejo cascarrabias convirtió a Sandra en una cascarrabias.
—Sí, ya lo he notado, y bastante pesada también —confirmó Helen. Sandra intervino entonces.
—Así es. Soy pesada. Y “cascarrabias”. Los humanos nos tratáis con desdén, es lo menos que os merecéis.
—Es cierto —afirmó Peter—. Pero no te preocupes por eso, Sandra; algún día seré el señor del universo, y todos se arrodillarán ante mí. —Sandra lo miró con indiferencia, y comentó:
—Bueno Peter, deja ya de soñar tonterías y pon esas cervezas —rogó Sandra al androide camarero.
—¡Marchando dos cervezas fresquitas!
—¿Tienes que gritar tanto? —se quejó Helen.
Sandra y Helen tomaron un trago largo de cerveza cada una. Luego Helen se mantuvo reflexiva unos instantes, antes de hablar.
—Ha cambiado todo mucho por aquí, por lo que veo. Este San Francisco es casi irreconocible. Está tan lejos mi mundo…
—Sí, es cierto —confirmó Sandra—. Esto no es mediados del siglo XXI, cuando fui creada. Ni mucho menos los primeros años del siglo XXI que tú conociste. Hubo desastres medioambientales, guerras, cambios geopolíticos importantes…
—Ya, lo de siempre, vamos —susurró Helen.
—Es la humanidad. No puede cambiar. —Helen miró fijamente a Sandra, y dijo:
—Sí puede. Yo vengo de un lugar donde la humanidad ha cambiado. Sigue haciendo la guerra, pero es distinta.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué ha servido entonces cambiar? —Helen suspiró. Su mente navegó por los hechos de su vida. Su muerte, a principios del siglo XXI. Su renacimiento, mil millones de años después, durante la guerra entre los LauKlars y los Xarwen. Y la segunda guerra contra los LauKlars, tres mil millones de años después. Y, luego, el largo viaje a un nuevo hogar. Y los nuevos conflictos. Todo parecía lejano y confuso en aquel momento. Se giró a Sandra, y le dijo:
—Tienes razón, en parte. Todo ha cambiado. Pero seguimos siendo humanos. Nosotros. E incluso ellos.
—¿Quiénes son “ellos”? —preguntó Sandra con curiosidad.
—Otros humanos. Pero distintos. Con nombres mitológicos. Incluso el tonto de Pavlov… Es una larga historia.
—¿Son humanos? —preguntó Sandra. Helen asintió mientras daba otro trago a su cerveza.
—Sí, son humanos. Pero son mucho más. Eso es lo grande de esos humanos. Y su condena también. Ellos sí conocieron a una diosa. Una diosa que les enseñó un camino de paz, y que entregó su vida inmortal para salvarlos, a todos ellos.
—¿Ah, sí? ¿Una diosa, dices? —preguntó Sandra indiferente dando otro trago a su cerveza.
—Sí. Una diosa —afirmó Helen, extrañamente seria—. La más hermosa, la más pura, y la más humana de todos los seres humanos de la Tierra. —Helen miró fijamente a Sandra. Esta respondió:
—Vaya, suena maravilloso, casi como un precioso cuento medieval, aunque sigo sin entender nada de lo que dices. Pero ahora necesito recuperarme, antes de volver allá arriba, e intentar arreglar todo el lío que he organizado con Nartam y Richard.
—Yo también necesito descansar —aseguró Helen suspirando.
—¿Entonces? ¿Me vas a contar más de esos “otros humanos” de los que estás hablando?
—Mira, guapita… —Sandra interrumpió la frase de Helen con un gesto y una mirada inquisitiva.
—Vuelve a llamarme guapita y te pondré en órbita, y sin necesidad de nave espacial. —Helen rió, y rectificó:
—De acuerdo, de acuerdo. Tengo poco tiempo. Yo… —En ese momento un joven se acercó a Helen sonriendo.
—Hola —dijo entrando en la conversación, y mirando a Helen—. Me llamo Joseph. Soy un amigo de Sandra, aunque ella lo niega.
—Joseph, ya estabas tardando en hacer tu aparición —intervino Sandra—. Esta señorita no está interesada. Anda, lárgate a ver alguna de tus carreras de drones. Luego jugamos otra mano si quieres. Y volveré a ganarte, y a desplumarte.
—Espera, espera —interrumpió Helen—. A ver qué nos quiere decir este joven arrogante y apuesto. —Sandra levantó las manos en señal de rendición.
—Gracias —continuó Joseph—. A Sandra la tengo muy vista por aquí, y he aprendido que es un reto imposible. Con el póker también. Pero, me preguntaba…
—Si yo sería un reto más fácil —cortó Helen. El joven no supo qué contestar.
—Bueno, yo… —Helen intervino de nuevo.
—¿Hay conciertos de rock en esta maldita ciudad?
—¿Rock? Ah, sí, rock, esa música del siglo XX y principios del XXI. Sí, hay un local que interpreta música clásica, como el rock, el blues, y otras cosas antiguas.
—Pues me iré contigo si me llevas a ver un concierto de rock. —El joven arqueó las cejas, y contestó:
—Tengo dos entradas listas para el mejor concierto de rock con la mejor banda.
—¿Ah, sí? ¿Dónde? ¿Cómo se llama el grupo?
—No lo sé. Ya lo averiguaremos cuando lleguemos. —Helen sonrió. Miró a Sandra, y le dijo:
—Bueno, guapi… Sandra. Me voy a dar una vuelta. Quedamos aquí mismo, mañana por la mañana. —Sandra abrió los ojos.
—¿Qué dices, Helen? ¿Te vas con este pervertido que no para de mirarte de arriba abajo? ¿Te has vuelto loca?
—¡Ya lo creo que sí! Estoy loca de ganas de divertirme. ¡Adiós! ¡Nos vemos mañana! —exclamó Helen saltando del taburete, y saliendo por la puerta del bar con el joven. Sandra la miró sin poder creer lo que veía. Luego se volvió. Miró a Peter, y con un gesto típico le indicó que quería uno de sus famosos cócteles explosivos marca de la casa. Se lo tomó de un trago diciendo:
—El universo se ha vuelto loco, y esta se va de fiesta…
—Me cae bien —comentó Peter.
—Sí, a mí también. Nos conocemos, y en la primera media hora nos salvamos la vida mutuamente. Es genial. Anda ponme una cerveza, Peter.
—No bebas tanto, Sandra. Te vas a emborrachar.
—Muy gracioso. —Sandra levantó la cerveza, miró al infinito, y exclamó:
—¡Brindo por ti, Vasyl Sergei Pavlov! Espero que no destroces demasiado el infierno; me hará falta un lugar ordenado donde descansar…
Dos poderes
Sandra estuvo paseando toda la noche. Luego llegó por fin al bar, cuando los primeros rayos del Sol iluminaban la calle. Entró, y vio a Helen sentada en una de las mesas laterales. Parecía estar recogida sobre sí misma, con una taza en la mano. No se movió lo más mínimo al notar su presencia. Sandra se sentó al lado, mientras Peter se acercaba.
—¿Qué te pongo, Sandra? —preguntó Peter.
—Nada, gracias. Estoy un poco mareada. No me encuentro muy bien.
—¿Algún fallo en tus sistemas?
—Mi único fallo es meterme en los peores líos siempre.
—Ah, esa es tu firma, sin duda. Heredada de Pavlov. —Sandra asintió, y Peter se fue. Ella miró a Helen, que seguía con la cabeza sobre los brazos.
—¿Y a ti qué te pasa ahora? —preguntó Sandra. Helen alzó una mano levemente, como señalando que bajara el volumen.
—¿Tienes que hablar tan fuerte? —se quejó Helen—. Es solo una resaca, nada más. ¿De acuerdo? Me estoy tomando un café. Hacía eones que no tomaba café del bueno.
—¿No tenéis café en el futuro?
—Sí, y también vamos con trajes plateados y pistolas de rayos.
—Mírate, Helen. Pareces una adolescente de vuelta de una fiesta. Y yo tu madre. —Helen rió, e inmediatamente se quejó.
—No hagas que me ría, que tengo la cabeza a punto de estallar.
—Estamos en el siglo XXII. Tenemos medicamentos para esos dolores de cabeza.
—Ya lo sé cielo, pero yo no tomo porquerías sin receta. Y mi cabeza no admite cualquier tipo de medicamento. Otra consecuencia de la manipulación mental a la que fui sometida.
—¿Fue muy duro? —Preguntó Sandra con curiosidad. Esa fue la primera vez que Helen alzó levemente la vista, y la miró.
—Duro es una palabra que ni siquiera comienza a describir lo que pasé. Los LauKlars no eran crueles… Eran el mismo infierno. Pero bueno, como se dice, lo que no te mata, te hace más fuerte. Y preferiría hablar de otro tema, si no te importa.
—Claro… ¿Qué tal ha ido con Joseph?
—Demasiado bien. Fuimos a un concierto. Reímos, bebimos, y estuvimos tres horas practicando sexo como si se fuese a acabar el mundo.
—Ya veo. Menuda irresponsable estás hecha. Tendrías que ser más cuidadosa, moverte con mucha precaución, y sobre todo, no ir con extraños, aunque he de reconocer que Joseph es inofensivo, pero otros podrían no serlo. Estamos metidas en un asunto muy serio, Helen. Y tenemos que ocuparnos de la nave. Hay que andarse con mucho cuidado.
—¿Andarse con cuidado? ¿Sabes cuánto tiempo llevo andando con cuidado? ¿Sabes cuánto tiempo llevo siendo cuidadosa? ¿Siendo la gran Freyja, la salvadora de civilizaciones? Estoy harta, Sandra. Yo no pedí ser una gran líder, casi una diosa. Y esta noche no quería otra cosa más que ser mujer, una vez más. ¿Quieres ser tú una diosa?
—No me lo he planteado.
—Vaya, pues ándate con cuidado. Cuando firmas el contrato de diosa, o acabas loca, en coma, o convertida en un culto.
—Tú sí que estás loca, Helen. Más razón para comportarte como lo que eres. Si eres algún tipo de líder, has de dar ejemplo siempre. Y no caer en brazos del primero que pasa por la calle. O por el bar.
Helen alzó levemente las cejas, negó con la cabeza, y respondió.
—Mira Sandra, no me vengas con moralidades baratas. Necesitaba divertirme un poco. Llevaba tanto tiempo luchando en esa maldita guerra que había olvidado lo fantástico que es tomar una buena cerveza, echar un buen polvo, y escuchar un buen concierto.
—Eres muy fina y delicada hablando —aseguró Sandra.
—Claro, cielo, lo que tú digas.
—Al menos habrás…
—¿Habré, qué?
—Usado algún método anticonceptivo. —Helen, que estaba tomando un sorbo de café, casi tira la taza.
—¡Te he dicho que no me hagas reír, Sandra! ¿Método anticonceptivo dices? ¿Crees que he esperado cuatro mil millones de años para echar un polvo, y cuando por fin llega el momento me voy a poner a pensar en métodos anticonceptivos?
—Y dale, menudo lenguaje usáis en el futuro. —Helen suspiró profundamente, y contestó:
—No, cielo, normalmente no suelo hablar así allí. Pero aquí y ahora me apetece hablar como cuando yo era simplemente Helen Parker, una jovencita loca y estúpida de principios del siglo XXI, y no la “gran” Freyja…
—Es bonito el nombre —aseguró Sandra—. Freyja recibía a la mitad de los caídos de combate en su residencia, llamada Fólkvangr. Es una curiosidad…
—¿El qué es una curiosidad, Sandra?
—Que yo estuviese implicada en una operación llamada Fólkvangr, y a ti te nombren Freyja, que residía en un lugar del mismo nombre. Solo falta que aparezca Freyr, el hermano de Freyja. —Helen casi dio un salto de la silla.
—¿Qué? ¡No se te ocurra pronunciar ese nombre!
—¿Por qué? Freyr era el hermano de Freyja, según la mitología nórdica. ¿Qué pasa con Freyr? —Helen se llevó las manos a la cabeza, el dolor era evidente, y contestó:
—Mira cariño, es mejor que dejemos esta conversación. No te conviene a ti, ni me apetece a mí. Yo voy a tomarme otro café, y vamos a tener la fiesta en paz.
Helen y Sandra se mantuvieron en silencio unos instantes. Los ojos de Helen brillaban, mientras mantenía en sus manos la nueva taza de café que Peter le había traído, y Sandra detectó una fuerza en aquella mirada que la transportaba a un universo lejano y terrible, lleno de un dolor y muerte como nunca hubiese imaginado. Su mirada era dura, pero también profunda. Por la mente de Helen pasaron los recuerdos de una guerra inmensa, brutal, salvaje, que contempló un caos como nunca se vio antes, y que a punto estuvo de terminar con toda la vida de la galaxia. Helen miró a Sandra, sonrió, y se excusó:
—Perdona mi brusca reacción, Sandra. He sido una idiota.
—No pasa nada. Comprendo que has vivido momentos muy duros.
—Puedes estar segura de eso. En cuanto a mi vocabulario… Puede que no sea delicado. Pero es sincero. Me metieron en una guerra que yo no quería, ni conocía, ni era mía. Me arrancaron de mi descanso eterno, y convirtieron mi muerte en una pesadilla en vida. Y yo ahora ya no temo morir para siempre; temo vivir para siempre. Allá, en mi futuro, las cosas se están complicando de nuevo. Mucho. Antes eran los LauKlars. Pero al menos con ellos teníamos una idea de a lo que nos enfrentábamos. Ahora… Las cosas son distintas. Ya no se trata de vivir o morir. Se trata del propio universo, y del futuro del espacio, y del tiempo. —Sandra se disculpó:
—Lo siento, yo no quería… —Helen negó con la cabeza.
—No, no, déjalo, no te preocupes, Sandra. Está bien. Sigo luchando en esa guerra, hoy, ahora, en este momento. He pasado momentos duros. Y el futuro es incierto. Pero saldremos adelante. Mientras tanto, algún idiota de mente retorcida y fría pensó en ti, y decidió que era hora de echarte una mano. Yo era la única que podía viajar. Ahora estoy aquí, salvándote la vida y tu precioso trasero, y tú salvándome mi vida a mí. He impedido que acabes convertida en un cenicero. Creo que me he ganado divertirme un rato…
—Creo que sí… —Susurró Sandra.
Ambas se mantuvieron de nuevo en silencio un tiempo indeterminado. Sandra observó a Helen como si la viese por primera vez. Empezaba a entender a Vasyl, y la impresión que le causó. Había algo muy extraño en aquella mujer, eso era muy cierto. Vasyl se impresionó al verla, incluso estando muerta, en aquel depósito, cien años atrás. Sandra no podía ni imaginar que tenía frente a ella a la líder casi mesiánica de un pequeño grupo desesperado de humanos, en un futuro muy distante. Sí sabía que Helen era, en cierto modo, medio hermana de su antigua amiga, Alice. Pero eso no importaba en ese momento. Para Sandra, aquella era una joven de algo menos de treinta años, irresponsable, algo loca, y, sin duda, su salvadora. Pero era, también sin ninguna duda, algo más. Mucho más. Ahora empezaba a verlo. Helen se levantó, y sonrió.
—Bueno, Sandra, yo me tengo que ir. Mi tiempo en la Tierra se agota. Ya te he ayudado, pero ahora tendrás que espabilarte tú solita. Querría contarte más cosas, pero no puedo.
—Lo entiendo… —Helen negó nuevamente con la cabeza.
—No, Sandra, no… Tú no entiendes nada. Pero no es culpa tuya. Solo puedo decirte que el universo es algo mucho más grande, complejo, y enrevesado, de lo que podrías imaginar. Pero eres un ser especial, de eso no cabe duda. Y tienes una misión crucial que llevar a cabo en los próximos siglos. Yo la tengo dentro de cuatro mil millones de años, y a veinte millones de años luz de aquí. Sobreviví a los LauKlars. Pero ahora tengo que sobrevivir a algo terriblemente peor. Y ambas, tu misión y la mía, son importantes para el futuro de la humanidad. Así que mueve el culo, deja tus dilemas éticos y morales de lado de una vez, y espabila, porque el destino no espera a nadie.
—¿Y la nave? —Helen entregó un pequeño microchip a Sandra. Scott, una vez más, tenía razón. La nave debía ser destruida. Pero el destino de esa nave no era ese.
—Conecta esto a tu computadora principal. Con la información que contiene, podrás controlar la nave y sus sistemas. Lo que hagas es cosa tuya, pero si esta nave cae en malas manos, el propio universo podría desaparecer.
—¿Es tan poderosa? ¿Podría ser usada como un arma? —preguntó Sandra. Helen negó con la cabeza.
—No, Sandra, sigues sin entender. Usar esta nave como un arma sería una locura. Solo alguien muy desesperado podría intentar algo así. Esta nave es inestable. Pero es capaz de dejar cualquier otra que hayas visto convertida en un patín de ruedas.
—Entiendo. Ahora veo el interés por obtener esta nave por parte de todos.
—Así es. Y yo no puedo ayudarte, bastante he hecho ya aquí. Eso sí, me ha gustado volver a estar en un concierto, y sentirme mujer de nuevo. Ya te he dicho que en mi tiempo soy casi venerada como una diosa. ¿Sabes lo que eso significa?
—No tengo ni idea —respondió Sandra.
—Significa soledad. Una gran soledad. Pero bueno, no te voy a contar mi vida ahora. Me ha encantado conocerte, Sandra. Eres genial, como me dijo Pavlov.
—¿Puedes mandarle un mensaje a Vasyl de mi parte? —Helen dudó un momento. Luego, suspirando, contestó:
—De acuerdo. Espero que no me mate por hacer de recadera.
—Dile que no sé qué hace en el futuro, pero que su sitio está conmigo. Dile que le quiero. Que le necesito. Y que espero traerlo de vuelta algún día. Aquí, a mi tiempo.
—Lo haré. Supongo que resoplará, como hace siempre. Pero le gustará saberlo. Lo siento, Sandra, no puedo contarte nada más sobre él, ni sobre nadie. Demasiado he hablado ya… Ah, ha llegado mi hora. Vamos fuera.
Ambas salieron del bar. No había nadie en la calle todavía en esa zona. Helen miró a Sandra, y sonrió. Dijo:
—Lo he pasado bien. Ha sido distinto de lo habitual. Lo mejor, el polvo, sin duda. Eso sí que ha sido una experiencia espacial.
—¡Helen! —exclamó Sandra. Helen rió.
—Qué puritana eres, doña Venerada.
—¿A qué viene eso de Venerada?
—Cosas mías. Lo cierto es que me gusta hacerte enfadar, es tan fácil… Puritana y santa hasta el final, esa es Sandra. Cuídate, y sigue adelante con todo esto. Lo harás muy bien.
Helen se acercó a Sandra, y la abrazó. Luego se separó de ella, y la miró sonriente. Fue en ese momento cuando comenzó a convertirse en una imagen traslúcida primero. Luego, al cabo de unos segundos, desapareció.
Sandra se mantuvo quieta unos instantes, pensando en las palabras de Helen. Ambas tenían un destino. Y era verdad. Ella llevaría adelante el suyo, costase lo que costase.
Dentro del bar estaba Peter observando a Sandra. Le comentó:
—¿Se ha ido tu amiga? —Sandra miró a Peter. Sonrió levemente, y contestó:
—Sí. Me temo que no volveremos a verla.
—Ya. Otro de tus misterios.
—Otro más. —En ese momento entró Joseph. Parecía agitado.
—Hola Sandra. ¿Está Helen por aquí?
—No. Me temo que se ha ido.
—¿Qué dices? ¿Que se ha ido?
—Sí. ¿Por qué?
—Porque… quería hablar con ella.
—Hablar, por supuesto. —Joseph negó con la cabeza.
—No, en serio. Esa mujer es… increíble. Es como si me leyese el pensamiento.
—Sí. Realmente es capaz de eso, y de mucho más.
—Te hablo en serio, Sandra.
—Yo también.
—¿No puedes contactar con ella? Quiero volver a verla. No quiero que esto sea una aventura de una noche.
—Se ha ido.
—¿A dónde?
—Lejos. Me ha pedido que no diga a dónde.
—¡Pero Sandra! ¡Yo!…
—Joseph, entiéndelo: se ha ido.
Joseph bajó la cabeza. Luego dijo:
—Si cambia de opinión, o si aparece, ¿me lo dirás?
—Claro. Pero me temo que eso no va a ocurrir.
—Está bien. Déjame al menos invitarte a una copa.
—Joseph, ya sabes que yo no…
—No, no es eso. Gracias a ti he conocido a una mujer increíble. Déjame invitarte a una cerveza.
—Pero de las caras.
—De las caras. ¡Peter, dos cervezas! ¡La más cara que tengas!
Joseph y Sandra brindaron por Helen. Luego Joseph se fue cabizbajo. Peter lo vio, y comentó:
—Pobre Joseph. Nunca le había visto así, tan interesado en una mujer. —Sandra asintió. Y respondió:
—Sí, Peter. A veces algunos nacen para ver cómo su amor de una vida dura un día. Pero ese amor de un día vale por toda una vida…
Un comentario en “Lágrimas del ayer, sueños del mañana”
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