El pasado abril de 2017 escribí una entrada sobre la caída de Elon Musk. Una caída del pedestal de glorificación en el que se encontrado durante años, y una caída sobre su papel como salvador de la humanidad, que se ha otorgado a sí mismo en base a promesas incumplidas en la gran mayoría de ocasiones. O que, cuando se han cumplido, ni él mismo las ha creído, ni han tenido continuidad. Cantos de sirena que han servido para atraer a masas enfervorecidas, que luego han dejado un enorme y profundo silencio. He pensado en escribir una segunda parte, donde las cosas, desgraciadamente, no han ido a mejor, sino todo lo contrario, y muy a mi pesar. Pero debo decir que no me sorprende en absoluto.
Es muy importante para mí que quede claro que yo no tengo nada contra Elon Musk. Me limito a sacar a la luz su megalomanía exultante, sus neurosis casi infinita, y su afán de protagonismo, que le llevan constantemente a querer ser el centro de la atención mundial, y a hallarse en medio del foco mediático. Algo que consume literalmente a cualquier ser humano, sobre todo cuando se ha erigido en defensor del futuro de la humanidad en base a promesas vacías y estériles. ¿A qué empresario se le permitiría tener una empresa como Tesla, que durante quince años no ha dado beneficios? A Elon Musk, porque es Elon Musk. Pero incluso los dioses tienen límites, pueden enredarse en el poder que les han otorgado los mortales, y pueden alcanzar fronteras que nunca podrán superar.


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